lunes, 12 de septiembre de 2011

Haneke y el 3D

Dicen que el propósito del 3D es acercar lo imposible al espectador, arrastrarle hacia el mundo de ficción con mayor veracidad, integrarle aún más en el desarrollo de la historia, alejarle del patio de butacas e introducirle de lleno en el planeta Pandora de la película que se proyecte en ese momento, en una inmersión que se pretende total (por eso nos cobran unos euros de más respecto a la entrada tradicional). Sin embargo, esta tecnología últimamente provoca decepción, ya que, al margen de la incomodidad que supone llevar unas gafas enormes y al proceso de adaptación del ojo durante los primeros minutos, es inevitable apreciar una falta de claridad más que evidente en las escenas de noche que dificultan especialmente la visión, y sobre todo, una exasperante  pobreza en las historias que cuentan, supeditadas a unos efectos que no compensan el viaje de dos horas que supone ver cine en pantalla grande. Aquí podríamos hablar de cómo muchas películas se han apuntado al lucrativo carro del 3D en los últimos tiempos mediante un transfer mediocre que le ha hecho un flaco favor a las que vengan después, porque el público se ha desengañado y, a menos que se trate de una película evento que venga guiada por uno de los timoneles de prestigio en el mundo del cine (es inevitable tener esperanzas con ese Tintín que supone el regreso a las pantallas de Steven Spielberg), ya no está dispuesto a volver a sentir la frustración que supone entrar en una película en tres dimensiones y salir con la certeza de que jamás se ha estado cerca de la historia que se ha narrado en la pantalla (entre otras cosas, porque probablemente no lo merece).


      Cuentan que hubo gente que salió aterrada de la proyección que hicieron los Lumiére de la Llegada de un tren a la estación de la Ciotat, donde el público que asistió fue testigo de algo nuevo, y es comprensible que sintiera miedo ante la presencia de una imagen real (aunque fuese en el primitivo blanco y negro de la época) que mostraba la aproximación peligrosa de un tren hacia el punto de vista que mantenía el espectador. Pero más allá de la novedad, de la sorpresa y atracción que provoca la llegada de una incipiente tecnología, pronto hubo que recurrir a historias, a ficciones, que sí pudieran atrapar al público, con independencia de los avances tecnológicos que, sin duda, pueden ir ampliando las posibilidades del cine (veremos lo que hace Peter Jackon en El Hobbit, rodando a 48 fotogramas por segundo).
      Si, como se ha dicho, la intención del 3D es integrar aún más al público en una historia, sumergirlo en ella de manera que la sensación de realidad se incremente, solapándose con la ficción y permitiendo que la frontera entre ambas se difumine hasta borrar la pantalla que actúa de separación, podemos decir que esto es algo que ya consiguió Michael Haneke hace años con Funny Games (1997), un film que asfixiaba al espectador precisamente por diluir de manera magistral la frontera entre lo que pasaba a un lado y otro de la pantalla, no a la manera fantástica, romántica y deliciosa de un Woody Allen con La rosa púrpura del Cairo, sino a través del ensayo metamorfoseado en trama, con la autoconsciencia de que hay alguien al otro lado, que observa, que sigue la trayectoria de esos personajes que, como piezas de ajedrez, Haneke coloca en diferentes lugares del tablero para que sean contempladas, y, precisamente por ello, juega con quien mira de manera pasiva y a veces incluso se jacta de su conocimiento del thriller y el terror en el cine (norteamericano, habitualmente), minando una y otra vez sus expectativas, hasta convertir la película no en un desafío para la sufrida familia que ha caído bajo el yugo de dos jóvenes psicópatas —y con un cierto aire a los personajes de La soga o Impulso criminal (de nuevo, el cine yanqui)— sino para ese desconcertado espectador que se siente cobaya en manos del demiurgo ufano y provocativo, que dinamita el concepto de mero entretenimiento que a menudo se aplica al séptimo arte y se obceca en transformarlo en un denso ensayo psicológico sobre la violencia en los medios, la trivialidad con que a menudo se trata y lo terrible de sus consecuencias.

     




      Con ganas de propagar aún más su angustiosa película, Haneke decidió hacer un remake plano por plano de Funny games en 2007, esta vez en inglés, con producción norteamericana (es decir, dentro de esa industria que, según él, trivializa la violencia) y un cast de actores de primera línea, consiguiendo así llevar su ensayo y crítica en forma de película a una audiencia todavía mayor, pero —y aquí viene la inevitable ironía— sin poder liberarse de las manipuladoras reglas del marketing, que intentó vender la película como una aproximación al lúdico tono de La naranja mecánica, algo erróneo y desconcertante para quien se guiara por el tráiler, ya que mientras que Kubrick aplicaba criterios artísticos que embellecían la violencia, Haneke se decanta por el realismo más crudo y desesperante, como lo demuestran algunos planos secuencia que juegan con los nervios del espectador más templado, impotente para escapar de una obra maestra que tiende sus garras hacía él y le impide huir o pedir gritos de ayuda, obligado así a permanecer como cómplice silencioso de los macabros asesinos, unos jóvenes en principio amables y educados y, sin embargo, capaces de cometer las mayores atrocidades… algo que contemplamos sin necesidad de unas pesadas gafas a las que nos tengamos que acostumbrar, una oscuridad excesiva que nos dificulte la visión en las escenas nocturnas o ese incómodo (e injustificado, al menos por ahora) aumento de precio en la entrada.



  ©José Luis Ordóñez (texto), septiembre 2011

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