viernes, 9 de septiembre de 2011

Del encuentro entre Alex DeLarge y Don Lockwood

SK:      Cut! This is not working!
          (Y, ahora, imaginemos que gracias a un invisible y prodigioso artefacto pasamos del inglés al castellano durante el resto de la secuencia)
SK:      No… ¡no funciona!
MM:    Vaya… ¿Cambio algo, Stan?
SK:      ¡Mierda de escena!
MM:    Tal vez… tal vez iría bien… no sé… ¿más intensidad?
SK:      ¿Más qué? No, no...
MM:    ¿No?
SK:      ¡Mierda!
MM:    Si me dices qué puedo hacer…
SK:      ¡Esto no funciona!
            (Malcom sofoca una mueca de frustración)
SK:      ¿Preparados? ¡Vamos a rodar otra!
MM:    Oye… ¿la hago igual entonces?
SK:      ¿Luces? ¿Sonido?
MM:    Oye, Stan, en serio, puedo cambiar algo… puedo cambiar lo que quieras. Lo que tú me digas.
SK:      ¿Cámara?
MM:    Joder… dime algo, por favor… qué hago, qué cambio, qué…
            (Malcom hace un leve gesto de resignación, parecido a un extraño e indefendible paso de baile, que no pasa desapercibido)
SK:      ¡Oye!
KK:     ¿Sí?
SK:      Una cosa, Malcom, tú… ¿tú sabes bailar? ¡No, espera! ¿Sabes… sabes cantar?
            (Malcom sonríe; está cansado, llevan horas con la misma escena)
MM:    Claro, Stan. Puedo cantar y bailar lo que tú quieras.
SK:      ¿Y… y qué canción te sabes?  
         

Dicen las lenguas viperinas que tras el impacto de La naranja mecánica, Malcom McDowell tuvo oportunidad de visitar la soleada de California (un oasis para cualquier británico acostumbrado al clima oscuro y lluvioso de las islas, más propicio para leer un Dickens o visitar el pub de la esquina que para dar largos paseos al aire libre), donde padeció un áspero encuentro con Gene Kelly en una fiesta de esas tan habituales y atractivas que tienen lugar en el mundo hollywoodiense exportado por los medios, plena de risas, abrazos y buenas intenciones.
        Pero ubiquémonos: hablamos de los setenta, una década prodigiosa y reivindicable en lo cinematográfico, donde al mismo tiempo que George Roy Hill era capaz de rodar El golpe con las dos estrellas más grandes del momento y filmarlas sin ejercer más atención sobre ellas que la necesitada por la historia, John Carpenter se permitía fulminar a una niña de un tiro a sangre fría en el arranque de ese memorable western urbano llamado Asalto a la comisaría del distrito número trece; es la época donde se hicieron obras maestras tan diferentes y sugestivas como El exorcista, Tiburón o Taxidriver.
                Y, por supuesto, La naranja mecánica.
            Pues ahí tenemos a nuestro amigo Malcom, recién llegado a Hollywood, con la resaca de haber grabado con un Kubrick que ya era sinónimo de prestigio, en esa fiesta llena de estrellas, ejecutivos y demás especímenes de la jungla del espectáculo, ansiosos por conocer a la última sensación del momento, que no es otro que ese británico que ha interpretado a Alex DeLarge, el personaje protagónico de la novela de Anthony Burgess que, filtrado por Kubrick, ha sorprendido, estremecido y divertido a partes iguales. Y todo eso con un look de beatle extraviado, con los objetivos vitales centrados en Beethoven, la violación y la ultraviolencia.
                Entonces, alguien le pregunta al recién llegado, en voz baja, casi susurrando, si le apetece conocer a Gene Kelly.
              ¡Levando anclas! ¡Los tres mosqueteros! ¡Un americano en París!, debió de pensar Malcom, con ganas de estrechar la mano a una de las estrellas del Hollywood dorado; finalmente, después de ser guiado entre el laberinto de invitados, llega hasta un señor que se encuentra de espaldas… y todo parece indicar que se trata del Don Lockwood de Cantando bajo la lluvia.
              Imagino a Malcom, henchido de satisfacción, esbozando esa sonrisa demoníaca y prodigiosa —la misma que exprimió con magníficos resultados en la película de Kubrick—, alargando el brazo y dejando que sus dedos toquen de manera saltarina en el hombro del mítico bailarín. Imagino el giro en la cabeza de Gene Kelly, sorprendido y aún sin saber quién lo llama de manera tan informal. E imagino el tránsito de su rostro desde la risa jovial y amistosa del desconocimiento hasta llegar al perturbador y áspero gesto de reconocer a Malcom McDowell.
                No hubo risas, ni abrazos ni buenas intenciones en ese efímero encuentro.
          Gene Kelly no se sentía cómodo con la presencia de ese joven que le había dado un sentido radicalmente diferente a la canción que él se había encargado de llevar a sus cotas máximas de popularidad con el musical de 1952. En tan sólo veinte años el mítico tema de Singin’ in the rain había pasado de representar la felicidad limpia y pura (eran los cincuenta, no lo olvidemos), armoniosa, capaz de amortiguar y diluir el chaparrón más copioso de la historia, a representar el lúcido despertar a la maldad de un individuo que no es mucho peor que la sociedad en la que vive, actuando así como espejo crítico, desesperanzado, oscuro y pesimista, y, aun así, tratado por Kubrick con una jovialidad, frescura y plasticidad que sin duda descolocó a la crítica y el público.
                Y a Kelly, no lo olvidemos.
               Por mi parte, no puedo imaginar La naranja mecánica sin la mítica Singin’ in the rain, con la voz suave de Gene Kelly cantando a la alegría (para Alex, el gozo de poder lanzarse de nuevo a cometer fechorías), funcionando como un perfecto mecanismo narrativo en la película de Kubrick, jugando al contraste excesivo pero brillante, lo que nos recuerda la importancia de que —como hemos visto en la secuencia donde se originó todo— la inspiración nos pille trabajando, y que eso haga que por fin encontremos el eslabón perdido capaz de activar de manera expresiva y artística lo que antes sólo nos parecía un oscuro y enfermizo borrón sin arreglo aparente… y que así podamos exclamar, altivos y orgullosos, igual que Alex DeLarge: “I was cured, all right!”

   
 ©José Luis Ordóñez (texto), septiembre 2011

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