lunes, 25 de febrero de 2013

AMOUR UNCHAINED



Ahora que se ha desvelado el palmarés de los Oscar 2013, no puedo dejar de tener la sensación de que, a pesar de los galardones recibidos, no se han atrevido a premiar como se merecen las que quizás son dos de las mejores películas del año. Irreverentes, osadas, salvajes y no aptas para todos los públicos, Amour (mejor película extranjera) y Django Unchained (mejor guión original y mejor actor secundario) son capaces de generar odios y pasiones en grandes sectores del público. ¿Acaso no es eso suficiente señal de que ambos films estaban por encima del resto y hubieran formado un magnífico díptico compartiendo el Oscar a la mejor película?



A veces una mirada determina una película. A veces, un discurso. Cuando observamos el rostro sorprendido de Jean-Louis Trintignant clavando los ojos en su esposa, por un momento ajena a la realidad del mundo, comprendiendo que algo va mal y que probablemente va a ir a peor, sabemos que nos embarcamos en una historia que, de la mano de Haneke, nos va a hablar de decadencia, sí, pero también de amor. Por otro lado, cuando el doctor Shutlz libera a los esclavos que acompañan a Django y les recomienda los siguientes pasos a seguir (sugiriendo el final del malherido esclavista, señalar la Osa Polar, etc.), sabemos que, igualmente, vamos en primera fila hacia una revenge movie insertada en los años previos a la abolición de la esclavitud, todo pasado por el filtro de sapiencia cinematográfica de Tarantino.



Así pues, dos formas de entender el cine, ambas brillantes en su concepción y en su desarrollo: una, horadando los pliegues del alma humana y otra, exhibiendo la fantasía violenta de un cineasta entregado a reciclar materiales previos y armándolos de buen cine para contar las historias que le obsesionan.


Porque, no nos engañemos, todo esto va de obsesión y de pasión.

Sorprende ver en las entrevistas cómo Michael Haneke parece un tipo jovial y hasta alegre, con ese flequillo blanco cayéndole hacia la frente, cerca de sus gafas,  reforzando la imagen de niño empollón que está un paso por delante de los demás. Y sorprende porque, la verdad, el director austríaco no parece muy interesado en incluir el humor como ingrediente de sus películas, algo que parece inevitable en el cine de Tarantino: no importa cuan violenta o desagradable sea una escena, el humor siempre funciona como escape, como ese toque que nos recuerda que estamos en un cine viendo una película, una ficción, de manera que nuestras (inevitables) risas no se están haciendo cómplices de la violencia en la sociedad… como algunos mediocres medios de comunicación se han empeñado en sugerir cuando tienen ocasión de entrevistar al genio de Tennessee.

Lo que convierte a Haneke y a Tarantino en auténticos creadores es su visión a la hora de contar historias. Ambos han escrito las películas y las han dirigido. Han partido de la nada y a partir de ahí han construido sus mundos. Uno no necesita más que unos minutos para saber que está viendo la mano de Haneke o de Tarantino tras la cámara (y el papel). Tan diferentes como apasionantes, ambos saben captar la atención del espectador hablando de sus propias obsesiones, y las desarrollan con la pasión del que está convencido de cómo hacerlo.

Amour nos ofrece imágenes para el recuerdo, mientras que Django Unchained acaricia nuestros oídos y nos regala diálogos y monólogos que retenemos después de salir del cine. En ambos casos la satisfacción cinematográfica hace que nos sintamos afortunados por haber disfrutado de ambos viajes, de las discusiones y polémicas a debatir tras la proyección y, sobre todo, de esas huellas indelebles que ayudan a sustentar nuestro esqueleto cinematográfico, avivando el fuego del amor desencadenado hacia el séptimo arte.


©José Luis Ordóñez (texto), febrero 2013