Ahora que se ha desvelado el palmarés de los Oscar 2013, no puedo
dejar de tener la sensación de que, a pesar de los galardones recibidos, no se
han atrevido a premiar como se merecen las que quizás son dos de las mejores
películas del año. Irreverentes, osadas, salvajes y no aptas para todos los
públicos, Amour (mejor película
extranjera) y Django Unchained (mejor
guión original y mejor actor secundario) son capaces de generar odios y
pasiones en grandes sectores del público. ¿Acaso no es eso suficiente señal de
que ambos films estaban por encima del resto y hubieran formado un magnífico
díptico compartiendo el Oscar a la mejor película?
A veces una mirada determina una película. A veces,
un discurso. Cuando observamos el rostro sorprendido de Jean-Louis Trintignant
clavando los ojos en su esposa, por un momento ajena a la realidad del mundo,
comprendiendo que algo va mal y que probablemente va a ir a peor, sabemos que
nos embarcamos en una historia que, de la mano de Haneke, nos va a hablar de decadencia,
sí, pero también de amor. Por otro lado, cuando el doctor Shutlz libera a los
esclavos que acompañan a Django y les recomienda los siguientes pasos a seguir
(sugiriendo el final del malherido esclavista, señalar la Osa Polar, etc.),
sabemos que, igualmente, vamos en primera fila hacia una revenge movie insertada en los años previos a la abolición de la
esclavitud, todo pasado por el filtro de sapiencia cinematográfica de
Tarantino.
Así pues, dos formas de entender
el cine, ambas brillantes en su concepción y en su desarrollo: una, horadando
los pliegues del alma humana y otra, exhibiendo la fantasía violenta de un
cineasta entregado a reciclar materiales previos y armándolos de buen cine para
contar las historias que le obsesionan.
Porque, no nos engañemos, todo
esto va de obsesión y de pasión.
Sorprende ver en las entrevistas
cómo Michael Haneke parece un tipo jovial y hasta alegre, con ese flequillo
blanco cayéndole hacia la frente, cerca de sus gafas, reforzando la imagen de niño empollón que
está un paso por delante de los demás. Y sorprende porque, la verdad, el
director austríaco no parece muy interesado en incluir el humor como
ingrediente de sus películas, algo que parece inevitable en el cine de
Tarantino: no importa cuan violenta o desagradable sea una escena, el humor
siempre funciona como escape, como ese toque que nos recuerda que estamos en un
cine viendo una película, una ficción, de manera que nuestras (inevitables)
risas no se están haciendo cómplices de la violencia en la sociedad… como
algunos mediocres medios de comunicación se han empeñado en sugerir cuando
tienen ocasión de entrevistar al genio de Tennessee.
Lo que convierte a Haneke y a
Tarantino en auténticos creadores es su visión a la hora de contar historias.
Ambos han escrito las películas y las han dirigido. Han partido de la nada y a
partir de ahí han construido sus mundos. Uno no necesita más que unos minutos
para saber que está viendo la mano de Haneke o de Tarantino tras la cámara (y
el papel). Tan diferentes como apasionantes, ambos saben captar la atención del
espectador hablando de sus propias obsesiones, y las desarrollan con la pasión
del que está convencido de cómo hacerlo.
Amour nos ofrece imágenes para el recuerdo, mientras que Django Unchained acaricia nuestros oídos
y nos regala diálogos y monólogos que retenemos después de salir del cine. En
ambos casos la satisfacción cinematográfica hace que nos sintamos afortunados
por haber disfrutado de ambos viajes, de las discusiones y polémicas a debatir
tras la proyección y, sobre todo, de esas huellas indelebles que ayudan a
sustentar nuestro esqueleto cinematográfico, avivando el fuego del amor
desencadenado hacia el séptimo arte.
©José Luis Ordóñez (texto), febrero 2013