(con spoilers)
La
nueva película de Víctor Erice, el cuarto largometraje de su carrera (el
tercero de ficción), es un viaje apasionante que lleva al espectador de la
desaparición misteriosa de un actor en pleno rodaje a la inesperada posibilidad
de que el director de aquella película, que dejó inacabada por su ausencia,
tenga opción de conocer qué le sucedió veinte años después.
Todo esto va a conducir a un
desenlace que, podríamos decir, muestra la magia del cine; no solo en la propia
trama, por lo que provoca en los personajes, sino porque, por ejemplo, nos lleva al que quizá
sea el mejor último plano de la historia del cine español: emotivo,
significativo y de una extraordinaria belleza plástica. El rostro de Gardel,
ese Jose Coronado envejecido, con la mirada acuosa clavada en la pantalla,
viéndose a sí mismo en la película inacabada donde buscó y trajo ante otro
padre a su hija perdida, es desde ya un momento memorable de la narrativa
audiovisual; y todo esto, recordemos, al tiempo que Gardel tiene a su propia
hija sentada al lado, Ana Torrent, esperando que él reaccione, que la
reconozca, que también la encuentre, que escape a su falta de memoria, que esa escena de la película
perdida que está siendo proyectada en la sala de cine provoque el hechizo y le
haga ver quién es, rescatándolo del pozo del olvido en que lleva sumido tanto
tiempo. Entonces, Gardel parece tener un momento de lucidez, ese mismo al que
se refiere en una escena previa el personaje de Manolo Solo, que admite que,
a veces, por un instante, sospecha que él lo reconoce.
Cerrar
los ojos conservando la memoria... abrir los ojos perdiéndola. El cine como
elemento que va más allá de la ficción. La sala de cine como el quirófano
imprescindible para curar al espectador de tanto contenido (ah, contenido, esa palabra delatora ya de sus propias
intenciones...). La estructura como esqueleto vital para mantener erguida una
historia y que camine con pasos certeros. El homenaje que va más allá del
propio homenaje y da sentido y profundidad al personaje principal. Que en ese
refugio costero, con el perfil de la población granadina de Castell de Ferro,
Manolo Solo se arranque con los acordes de My
rifle, my pony and me, emulando nada más y nada menos que a Dean Martin en Río Bravo, de Howard Hawks, es no solo
un punto de luz más en esta brillante película, sino el conjuro capaz de
emocionar a todo el que se embarque en este viaje, el mejor que ha dado el cine
español en décadas.
Golpe
de suerte, la nueva película de Woody Allen, la número 50 de su prolífica
carrera, es tan luminosa en su fotografía como nihilista y oscura en su
temática: la suerte, por mucho que queramos negarlo, tiene una función
determinante en nuestras vidas. Esta es la tesis que se elige y aplica a una
situación y personajes que para cualquier seguidor del director neoyorquino
será familiar: el triángulo amoroso.
Aquí hay gente con dinero, hay
escritores, hay bares y lugares bellos por los que los personajes pasean,
hay cierto humor malsano (esos trenecitos de juguete), hay muerte... y sobre
todo, hay talento para contar una historia sin coartadas morales. Así, la
belleza plástica que genera Vittorio Storaro, mítico director de fotografía, se
une y genera contraste con el talento de Allen para escribir y componer escenas
memorables. El arranque por ejemplo, rodado en un plano secuencia que ya nos muestra
uno de los temas, la casualidad: esa mujer joven y casada que en un paseo
cotidiano por las calles de París se encuentra con un antiguo compañero de
instituto que, secretamente, siempre estuvo enamorado de ella. No es difícil
imaginar qué va a suceder a continuación.
Uno tiene la sensación de que, a
estas alturas, Woody Allen se puede permitir una mirada distante con su propia
historia: nos la embellece al máximo, como si fuera una comedia romántica, y es
en esa textura luminosa y saturada, propia de un París idealizado
fotográficamente, donde se dispone a ofrecernos una mirada turbia hacia este triángulo amoroso. Pero ni siquiera lo turbio va acompañado de lo siniestro, en
forma de música inquietante u oscuridad: aquí el mal y el bien transitan de la
mano bajo el mismo sol, la misma música y la misma normalidad. Y es por esa normalidad, por muy terrorífica que sea,
donde transita el azar, caprichoso e inevitable, capaz de provocar bifurcaciones
inesperadas, como esa primera escena a la que hacíamos referencia, y dando
lugar a consecuencias macabras: el asesinato y desaparición del joven escritor
y la posterior trama donde parece que la madre de la protagonista va a correr
la misma suerte... hasta que el azar, de nuevo, irrumpe con sus largas y
afiladas garras.
Pase lo que pase, el mundo sigue
girando, el sol sigue saliendo y la luz se perfila hermosa sobre París. Al
final queda la pasión, sin duda, aunque sea por las máquinas y vagones de un tren
de juguete como disfrute de un adulto millonario. Aquí Allen nos ofrece su versión
de ese tren con la forma de una película que normaliza el crimen y el azar a
través de la belleza, quizá nuestro último consuelo: puede que haya muerte, pero eso no nos arrebata la luminosidad del mundo... al menos mientras
el director de fotografía sea Vittorio Storaro.
Para el espectador que ama el cine
es un auténtico golpe de suerte
encontrarse con las películas de estos dos maestros en salas de cine, porque a
su conclusión dan ganas de cerrar los
ojos y recrear en la cabeza las historias que acabas de disfrutar, pensar y
reflexionar sobre ellas, lo que cuentan y cómo lo cuentan, historias creadas
por octogenarios que desafían el paso del tiempo y siguen haciendo lo mismo que
hace medio siglo: dignificar el cine, hacer de él un arte y provocar emoción y
reflexión en el espectador.