viernes, 30 de septiembre de 2011

Monty Python, leyendas del humor



El humor es lo más difícil, aunque en el caso de los Monty Python todo fluye con una facilidad que pudiera convencer de lo contrario. En sus gags, a menudo inteligentes y corrosivos, se aprecia un cuidado deseo por mantener un orden, una coherencia, dentro del aparente desorden que pudiéramos extraer en un primer visionado. Ver hoy su mítica serie Monty Python Flying Circus es ver lo mejor que se ha hecho en humor para televisión y, en general, una de las cumbres de la comedia en el siglo XX, donde el noble propósito de hacer reír no es incompatible con la mordaz crítica social o la reflexión sobre la existencia y el destino del ser humano. Con una trayectoria en cine que nos deja películas como la magnífica La vida de Brian —siempre agradeceremos a George Harrison su férrea decisión de querer ver esa historia contada por los Python y así convertirse en productor para poder disfrutarla— o El sentido de la vida —una brillante y lúcida sucesión de escenas que nos van llevando por los diferentes estados de la vida—, podemos afirmar sin un excesivo miedo a equivocarnos que el humor que estos señores destilaban en los setenta y principios de los ochenta deja en pañales el supuesto género de comedia que hoy palidece por las pantallas de medio mundo. Creo que John Cleese, Graham Chapman, Eric Idle, Michael Palin, Terry Jones y Terry Gilliam tuvieron suerte de poder mostrar el grueso de su talento creativo en una década que, vista desde la apabullante y aburrida corrección política que nos rodea en la actualidad, se torna en un monumento a la libertad creativa, artística y entusiasta de un grupo de amigos que tuvieron la posibilidad de contarle al mundo su visión de las cosas… y así, se convirtieron en leyenda.

©José Luis Ordóñez (texto), septiembre 2011


lunes, 26 de septiembre de 2011

Escritura en Málaga



En el verano de 2009 tuve ocasión de pasar varias semanas en Málaga, disfrutando de soleados días de playa, turismo ocasional, buenas lecturas y noches de cine. Pero, además, conocí a una serie de escritoras que ahora presentan Cuando vivíamos aquí, su nueva creación literaria. Aunque hablo de memoria, recuerdo el atractivo universo que recreaba magníficamente Inmaculada Reina en sus historias, el áspero mundo que mostraba con envidiable precisión Loli Pérez en sus relatos y el talento que aportaba Isabel Merino a su narrativa, siempre tratando de jugar respetuosamente con el lector. Ahora, como digo, nos traen sus nuevas creaciones en compañía de los demás escritores de puntoyseguido, el grupo literario al que pertenecen, que seguro nos ofrecerán una muestra inteligente y sugestiva de esos mundos que llevan dentro y que progresivamente van saliendo a la luz. El parto será el próximo viernes, día 30 de septiembre, a las 8 de la tarde en el Ateneo de Málaga, y sin duda será una excelente ocasión para tener un encuentro con los siete padresymadres del libro, para así entrar en diálogo con ellos acerca de un recién nacido que, a buen seguro, mostrará a los presentes rasgos de su incipiente belleza.

©José Luis Ordóñez (texto), septiembre 2011

viernes, 23 de septiembre de 2011

Disfrutando con "Atraco a las 3"



Regresar a películas clásicas como Atraco a las 3 (1962) facilita admitir el hecho de que, nos guste o no, el cine que se hace hoy es muy diferente al que se despliega en la comedia de José María Forqué, donde se atrapa al espectador mediante la palabra y la interpretación, con un guión brillante y eficaz y un elenco de actores que es una esmerada selección de los mejores intérpretes que han recorrido el mundo de la escena, el cine y la televisión en España durante el siglo XX. A todo eso hay que añadir, como elemento imprescindible y unificador, la eficaz y solvente puesta en escena de un director que aquí consigue su obra más redonda. Así, con José Luis López-Vázquez a la cabeza, como ese instigador y revolucionario empleado capaz de mover a los suyos hacia un descabezado plan, y sus fieles cómplices, entre los que se encuentran Manuel Alexandre, Cassen, Alfredo Landa, Agustín González y Gracita Morales, el grupo de potenciales criminales, ansiosos por llevar a cabo su plan y así salir de pobres y embarcarse en vidas de lujo, se enfrenta al robo de la entidad bancaria en la que trabajan, acción que determinará el futuro de sus vidas. Sin embargo, todo sufre un inesperado giro cuando, a las labores de cerebro que hemos asignado a López-Váquez, se añadan las de indomable seductor, capaz de perder la cabeza por esa señorita Katia que se pasea por la sucursal y le atrae por la belleza de su rostro, las curvas esbeltas y la voz hipnótica y sugerente, embaucándolo y distrayéndolo de su inicial propósito de atracar el banco… igual que a nosotros los efectos especiales, el 3D y sonido de última gama nos distraen a menudo de encontrarnos con esa buena historia que se diluye entre tantos fuegos de artificio.  

©José Luis Ordóñez (texto), septiembre 2011



lunes, 19 de septiembre de 2011

La escritura y el crimen


Hablemos. Tú y yo. Hablemos de cosas que nos interesan.
El acto de escribir mantiene siniestras conexiones con el acto de perpetrar un crimen; tomemos unos segundos para reflexionar, por ejemplo, sobre la preparación, una fase de indudable importancia que favorece la verosimilitud y la profundidad de un texto. Así, cuando uno va a construir una nueva obra y dispone de la historia —al menos de los rasgos generales que van a permitir no perderse en un amasijo de tramas desvencijadas—, empieza el proceso de documentación, donde explorará el insondable pozo de información que es Internet o buscará el acceso físico a lugares que piense después reproducir, captando así el aroma de la realidad que hará que el lector paladee sin moverse de su salón, disfrutando de escenarios y situaciones que lo harán estremecer —al menos, ésa será la intención.


Por otro lado (el lado obscuro), si uno decide asesinar a ese escritor con el que últimamente compite —ya sea en contratos editoriales, concursos o ferias de las vanidades—, se dedicará a conocer su rutina, a transformarse en su sombra perpetua y fiel, porque, llegado el momento de acometer el crimen, tendrá que disponer de la máxima información para salir indemne de tal atrocidad (esto es lo que uno aprende con el visionado y lectura de películas y libros que versen sobre el tema).
Una vez completada la documentación, pasaríamos a la fase más divertida: ésa en la que las responsabilidades no son excesivas, donde, sí, de acuerdo, seguimos una estructura previamente establecida —siempre es importante tener algo sólido antes de lanzarnos al océano, porque si no podemos acabar en una fosa abisal sin retorno—, pero al mismo tiempo nos damos un margen de libertad para que nuestra creatividad fluya, confiando en nuestra historia y confiando en nuestra musa. De esta manera, podríamos alcanzar un manuscrito de cincuenta o quinientas páginas, aunque no deberíamos olvidar la importancia de la brevedad, una característica que suele reforzar la solidez del conjunto.
Por otro lado (el lado obscuro), si uno decide aplicar esto al mundo criminal, tiene opción de hacer lo que ya hizo de manera brillante y magistral Patricia Highsmith en “Crímenes Imaginarios”: hacer todo lo que haría si fuese a cometer un crimen. En este caso, sigues a ese escritor con el que compites y que tú sientes que obstruye tus merecidas posibilidades de éxito, y ejecutas todos y cada uno de los pasos que harías si fueses a matarlo. Como se ve, pues, es un acto que fomenta el lado más perverso de nuestro perfil creativo, que juega a mantener el control sobre una situación potencialmente macabra; en cualquier caso, por favor, recordémoslo, en esta fase aún no debemos proceder al exterminio de ese magnificado y aguerrido rival que nos obsesiona.
Ya con nuestro manuscrito completado llega el terrible momento de enfrentarse a él por segunda vez; y digo terrible porque la finalización de la escritura de un texto suele ir acompañada de la irresistible aureola de haber completado una obra maestra, mientras que, en esa inevitable revisión que se produce al cabo de las semanas, la opinión sufre un giro drástico y radical de ciento ochenta grados que nos hace considerar seriamente la opción de arrojar esos cincuenta o quinientos folios a la papelera de reciclaje más cercana (ante todo, ecológicos). Bien, pues es durante esa revisión cuando comenzamos a ponernos serios. Aquí es donde empieza el trabajo, donde ajustamos el estilo, corregimos frases, buscamos adjetivos que expresen con más precisión lo que tenemos en un estado febril recorriendo nuestra mente. En definitiva, damos forma a ese texto que aún se encuentra en bruto, que necesita ser pulido, que en algunos tramos necesitará una apropiada reconstrucción; todo para que, en definitiva, consigamos una obra lo más redonda posible.
Por otro lado (el lado obscuro), tenemos que repetir nuestra rutina criminal (el seguimiento, simulación de ejecución y acciones posteriores al asesinato ficticio) hasta que veamos los puntos que no tienen consistencia, aquellas situaciones en las que el crimen finalmente no pudiera cometerse o, tal vez, no sólo no cometerse, sino que además pusiera en peligro nuestra seguridad.
Así, repitiéndose este paso una y otra vez, llegamos al momento final, ése en el que tenemos sobre la mesa un borrador presentable de nuestra obra. Es el momento de ver si hay alguien interesado. Si lo que hemos escrito tiene un valor más allá de nuestro criterio ya inevitablemente subjetivo.
Por otro lado (el lado obscuro), ya has trazado en tu mente el crimen perfecto. Has valorado y sopesado todas las posibilidades hasta llegar a la conclusión de que si sigues fielmente lo trazado y ensayado con anterioridad, tu macabra misión resultará en un éxito incontestable.
Finalmente, recibes una llamada. Alguien se interesa por tu obra. Haces las últimas correcciones.
Por otro lado…
Bueno, por otro lado quizá ya sepas que estoy hablando de ti.
Que tal vez te haya seguido en las últimas semanas, que haya mimetizado tus costumbres, tus gestos, tus reacciones. Que un día, cuando entres en tu casa, te esté esperando detrás de la puerta para golpearte con un candelabro, hacer desaparecer tu cuerpo y limpiar las huellas.
Porque tú sí que escribes bien, y nadie como tú puede contar esa historia que llevas dentro; en realidad sólo tienes que encontrar el formato para que salga al exterior (¿es un relato, un poema, una novela, un guión o una obra de teatro?), las herramientas adecuadas y el momento idóneo.
Ése es el único crimen que ahora vislumbro: que no estés escribiendo.
Por eso, hazme caso y cierra la puerta de tu despacho; siéntate dispuesto a escribir, apaga el móvil, apaga la televisión, la radio, el Spotify, cierra el correo electrónico y todas las redes sociales.
Sólo la palabra y tú.
Porque no hace falta nada más para que surja la vida.

© José Luis Ordóñez (texto), septiembre 2011

viernes, 16 de septiembre de 2011

Cuando George Lucas se sintió Jack Bauer

Todos nos hemos sentido en alguna ocasión como el ya mítico y heroico Jack Bauer, personaje de ficción de la magnífica e irrepetible serie 24 —nacida en el arranque del siglo XXI en la ya comúnmente denominada “Edad de Oro de la Televisión” (formada por otras joyas como Los Soprano o A dos metros bajo tierra) con el eco del brutal atentado del once de septiembre ejerciendo como inevitable inspirador en la sombra—, rodeados de incomprensión y asumiendo nuestra presencia como el único bastión de coherencia en un mundo exudado de ella, devastado de racionalidad y sentido común, y percibiendo que nosotros somos los únicos capaces de conseguir su anhelada restauración, la regeneración de ese mundo ahora corrupto que gracias a nosotros encontrará y dará sentido a la palabra justicia.


      Puedo dibujar en mi mente a George Lucas a mitad de los setenta en su sala de proyección privada, esperando que sus invitados tomen asiento, pero manteniéndose él siempre de pie, al fondo, junto a la puerta de salida (un lugar  saludable especialmente cuando uno desconoce cómo se van a desenvolver los acontecimientos), silencioso, expectante, con una controlada inquietud que sin embargo se muestra rebelde y lucha por escapar de su cauce sereno, aguardando a que sus amigos y colegas cineastas vean un pase privado de esa pequeña película independiente en la que lleva trabajando cierto tiempo llamada “La guerra de las galaxias” (posteriormente conocida como “Star Wars. Episodio IV: Una nueva esperanza”).
      Bien, pues llega el momento: las luces se apagan gradualmente hasta que la oscuridad se apodera de la sala y comienza la proyección. George no tarda en escuchar los primeros murmullos, tal vez de sorpresa (no quiere pensar que, en ningún caso, puedan tratarse de comentarios despectivos que mancillen su trabajo), tal vez de admiración (en el fondo sabe que no, que, de todas formas, no se trata de un pase de loa, sino de crítica constructiva porque aún está trabajando en la construcción de su obra), y por eso se alegra de estar de pie; la tensión acumulada después del accidentado rodaje y la presión que supone hacer la película que ha querido, financiándola y siendo su máximo responsable, provoca que, en ocasiones, la duda se asome por su camino y le haga replantearse el sentido de hacer algo a contracorriente: ¿es ciencia ficción? Sí, pero no tiene nada que ver con 2001. ¿Es aventura? Sí, pero no tiene nada que ver con El hombre que pudo reinar. George sabe que, en realidad, lo que tiene entre manos no es nada nuevo, pero sí el concepto (como señalaba habitualmente Irvin Kershner cuando hablaba de su antiguo alumno: “George had vision!”), el reciclaje de varias corrientes, de varias historias, y darle un tratamiento que, en apariencia, debiera dar la sensación de ser algo nuevo, fresco, revolucionario, en cierto modo.
      Cuando las luces se encienden los comentarios son unánimes (por ahí pasan tipos como Francis o Marty, entre otros): “George, tienes mucho trabajo por delante. ¡Buena suerte!”… y eso hace que se sienta todavía más solo, aunque la soledad no le molesta, porque sabe que está preparado para ella. Después de todo, si consigue innovar con lo que se trae entre manos, será algo que sin duda, méritos cinematográficos aparte, le hará pasar a la historia (merchandising).


      Las cosas no mejoran demasiado cuando meses después, con la copia final en mano (ya con efectos especiales incluidos y la banda sonora), los ejecutivos de la Fox se quedan estremecidos al verla, sin saber muy bien qué hacer con la película, cómo venderla. “Esto no se puede estrenar”, le dicen. Pero George sigue en sus trece: tiene que estrenarse, tiene que hacerlo… Da igual que haya sufrido las risas del reparto durante el rodaje, las quejas del legendario actor británico Sir Alec Guinness o la incomprensión general de sus colegas del gremio. George, tal como dijo Kershner, ve.
      Y lo que ve es que esa película va a gustar. Así que finalmente, en un acto que a los ejecutivos les parece de excesiva generosidad para un producto que piensan errático de principio a fin, le conceden un estreno muy limitado. Muy pocas salas. Nueva York y L.A.
          George sonríe.
      Se acuerda del pase privado con sus amigos cineastas, correctos y educados, manifestando con sus generosas palabras las dudas que les transmitía una historia de robots que hablan, peluches andantes y  granjeros que se transforman en heroicos pilotos espaciales, y todo barnizado por una extraña y desconocida mitología que responde al nombre de la Fuerza.


GL: Bueno, ahora viene lo duro.
SS: ¿En serio?
GL: Sí. ¿No has visto sus caras?
SS: ¡No!
GL: No les ha gustado.
SS: ¡Les ha sorprendido! Pero cuando pase la sorpresa, quedará lo demás.
GL: ¿Qué?
SS: Ya lo has hecho.
GL: ¿De qué hablas?
SS: ¿Que de qué hablo? ¡George, la película es fantástica! ¡Va a ser un bombazo! Por cierto, ¿tienes alguien para la música? John hizo un trabajo fantástico en mi película…

      Lo que nos demuestra que, aunque héroes solitarios, todo Jack Bauer necesita en algún momento a su Chloe O’Brian, un sutil y sin embargo estimulante apoyo que, como un fugaz oasis en el desierto que con su visión nos arrastre hacia el flujo de esa mágica fuerza convocada por Lucas, siga alimentando el incesante devenir de los sueños persistentes que nos acompañan en la galaxia que nos ha tocado vivir.

GL: Gracias, Steve.
©José Luis Ordóñez (texto), septiembre 2011

lunes, 12 de septiembre de 2011

Haneke y el 3D

Dicen que el propósito del 3D es acercar lo imposible al espectador, arrastrarle hacia el mundo de ficción con mayor veracidad, integrarle aún más en el desarrollo de la historia, alejarle del patio de butacas e introducirle de lleno en el planeta Pandora de la película que se proyecte en ese momento, en una inmersión que se pretende total (por eso nos cobran unos euros de más respecto a la entrada tradicional). Sin embargo, esta tecnología últimamente provoca decepción, ya que, al margen de la incomodidad que supone llevar unas gafas enormes y al proceso de adaptación del ojo durante los primeros minutos, es inevitable apreciar una falta de claridad más que evidente en las escenas de noche que dificultan especialmente la visión, y sobre todo, una exasperante  pobreza en las historias que cuentan, supeditadas a unos efectos que no compensan el viaje de dos horas que supone ver cine en pantalla grande. Aquí podríamos hablar de cómo muchas películas se han apuntado al lucrativo carro del 3D en los últimos tiempos mediante un transfer mediocre que le ha hecho un flaco favor a las que vengan después, porque el público se ha desengañado y, a menos que se trate de una película evento que venga guiada por uno de los timoneles de prestigio en el mundo del cine (es inevitable tener esperanzas con ese Tintín que supone el regreso a las pantallas de Steven Spielberg), ya no está dispuesto a volver a sentir la frustración que supone entrar en una película en tres dimensiones y salir con la certeza de que jamás se ha estado cerca de la historia que se ha narrado en la pantalla (entre otras cosas, porque probablemente no lo merece).


      Cuentan que hubo gente que salió aterrada de la proyección que hicieron los Lumiére de la Llegada de un tren a la estación de la Ciotat, donde el público que asistió fue testigo de algo nuevo, y es comprensible que sintiera miedo ante la presencia de una imagen real (aunque fuese en el primitivo blanco y negro de la época) que mostraba la aproximación peligrosa de un tren hacia el punto de vista que mantenía el espectador. Pero más allá de la novedad, de la sorpresa y atracción que provoca la llegada de una incipiente tecnología, pronto hubo que recurrir a historias, a ficciones, que sí pudieran atrapar al público, con independencia de los avances tecnológicos que, sin duda, pueden ir ampliando las posibilidades del cine (veremos lo que hace Peter Jackon en El Hobbit, rodando a 48 fotogramas por segundo).
      Si, como se ha dicho, la intención del 3D es integrar aún más al público en una historia, sumergirlo en ella de manera que la sensación de realidad se incremente, solapándose con la ficción y permitiendo que la frontera entre ambas se difumine hasta borrar la pantalla que actúa de separación, podemos decir que esto es algo que ya consiguió Michael Haneke hace años con Funny Games (1997), un film que asfixiaba al espectador precisamente por diluir de manera magistral la frontera entre lo que pasaba a un lado y otro de la pantalla, no a la manera fantástica, romántica y deliciosa de un Woody Allen con La rosa púrpura del Cairo, sino a través del ensayo metamorfoseado en trama, con la autoconsciencia de que hay alguien al otro lado, que observa, que sigue la trayectoria de esos personajes que, como piezas de ajedrez, Haneke coloca en diferentes lugares del tablero para que sean contempladas, y, precisamente por ello, juega con quien mira de manera pasiva y a veces incluso se jacta de su conocimiento del thriller y el terror en el cine (norteamericano, habitualmente), minando una y otra vez sus expectativas, hasta convertir la película no en un desafío para la sufrida familia que ha caído bajo el yugo de dos jóvenes psicópatas —y con un cierto aire a los personajes de La soga o Impulso criminal (de nuevo, el cine yanqui)— sino para ese desconcertado espectador que se siente cobaya en manos del demiurgo ufano y provocativo, que dinamita el concepto de mero entretenimiento que a menudo se aplica al séptimo arte y se obceca en transformarlo en un denso ensayo psicológico sobre la violencia en los medios, la trivialidad con que a menudo se trata y lo terrible de sus consecuencias.

     




      Con ganas de propagar aún más su angustiosa película, Haneke decidió hacer un remake plano por plano de Funny games en 2007, esta vez en inglés, con producción norteamericana (es decir, dentro de esa industria que, según él, trivializa la violencia) y un cast de actores de primera línea, consiguiendo así llevar su ensayo y crítica en forma de película a una audiencia todavía mayor, pero —y aquí viene la inevitable ironía— sin poder liberarse de las manipuladoras reglas del marketing, que intentó vender la película como una aproximación al lúdico tono de La naranja mecánica, algo erróneo y desconcertante para quien se guiara por el tráiler, ya que mientras que Kubrick aplicaba criterios artísticos que embellecían la violencia, Haneke se decanta por el realismo más crudo y desesperante, como lo demuestran algunos planos secuencia que juegan con los nervios del espectador más templado, impotente para escapar de una obra maestra que tiende sus garras hacía él y le impide huir o pedir gritos de ayuda, obligado así a permanecer como cómplice silencioso de los macabros asesinos, unos jóvenes en principio amables y educados y, sin embargo, capaces de cometer las mayores atrocidades… algo que contemplamos sin necesidad de unas pesadas gafas a las que nos tengamos que acostumbrar, una oscuridad excesiva que nos dificulte la visión en las escenas nocturnas o ese incómodo (e injustificado, al menos por ahora) aumento de precio en la entrada.



  ©José Luis Ordóñez (texto), septiembre 2011

viernes, 9 de septiembre de 2011

Del encuentro entre Alex DeLarge y Don Lockwood

SK:      Cut! This is not working!
          (Y, ahora, imaginemos que gracias a un invisible y prodigioso artefacto pasamos del inglés al castellano durante el resto de la secuencia)
SK:      No… ¡no funciona!
MM:    Vaya… ¿Cambio algo, Stan?
SK:      ¡Mierda de escena!
MM:    Tal vez… tal vez iría bien… no sé… ¿más intensidad?
SK:      ¿Más qué? No, no...
MM:    ¿No?
SK:      ¡Mierda!
MM:    Si me dices qué puedo hacer…
SK:      ¡Esto no funciona!
            (Malcom sofoca una mueca de frustración)
SK:      ¿Preparados? ¡Vamos a rodar otra!
MM:    Oye… ¿la hago igual entonces?
SK:      ¿Luces? ¿Sonido?
MM:    Oye, Stan, en serio, puedo cambiar algo… puedo cambiar lo que quieras. Lo que tú me digas.
SK:      ¿Cámara?
MM:    Joder… dime algo, por favor… qué hago, qué cambio, qué…
            (Malcom hace un leve gesto de resignación, parecido a un extraño e indefendible paso de baile, que no pasa desapercibido)
SK:      ¡Oye!
KK:     ¿Sí?
SK:      Una cosa, Malcom, tú… ¿tú sabes bailar? ¡No, espera! ¿Sabes… sabes cantar?
            (Malcom sonríe; está cansado, llevan horas con la misma escena)
MM:    Claro, Stan. Puedo cantar y bailar lo que tú quieras.
SK:      ¿Y… y qué canción te sabes?  
         

Dicen las lenguas viperinas que tras el impacto de La naranja mecánica, Malcom McDowell tuvo oportunidad de visitar la soleada de California (un oasis para cualquier británico acostumbrado al clima oscuro y lluvioso de las islas, más propicio para leer un Dickens o visitar el pub de la esquina que para dar largos paseos al aire libre), donde padeció un áspero encuentro con Gene Kelly en una fiesta de esas tan habituales y atractivas que tienen lugar en el mundo hollywoodiense exportado por los medios, plena de risas, abrazos y buenas intenciones.
        Pero ubiquémonos: hablamos de los setenta, una década prodigiosa y reivindicable en lo cinematográfico, donde al mismo tiempo que George Roy Hill era capaz de rodar El golpe con las dos estrellas más grandes del momento y filmarlas sin ejercer más atención sobre ellas que la necesitada por la historia, John Carpenter se permitía fulminar a una niña de un tiro a sangre fría en el arranque de ese memorable western urbano llamado Asalto a la comisaría del distrito número trece; es la época donde se hicieron obras maestras tan diferentes y sugestivas como El exorcista, Tiburón o Taxidriver.
                Y, por supuesto, La naranja mecánica.
            Pues ahí tenemos a nuestro amigo Malcom, recién llegado a Hollywood, con la resaca de haber grabado con un Kubrick que ya era sinónimo de prestigio, en esa fiesta llena de estrellas, ejecutivos y demás especímenes de la jungla del espectáculo, ansiosos por conocer a la última sensación del momento, que no es otro que ese británico que ha interpretado a Alex DeLarge, el personaje protagónico de la novela de Anthony Burgess que, filtrado por Kubrick, ha sorprendido, estremecido y divertido a partes iguales. Y todo eso con un look de beatle extraviado, con los objetivos vitales centrados en Beethoven, la violación y la ultraviolencia.
                Entonces, alguien le pregunta al recién llegado, en voz baja, casi susurrando, si le apetece conocer a Gene Kelly.
              ¡Levando anclas! ¡Los tres mosqueteros! ¡Un americano en París!, debió de pensar Malcom, con ganas de estrechar la mano a una de las estrellas del Hollywood dorado; finalmente, después de ser guiado entre el laberinto de invitados, llega hasta un señor que se encuentra de espaldas… y todo parece indicar que se trata del Don Lockwood de Cantando bajo la lluvia.
              Imagino a Malcom, henchido de satisfacción, esbozando esa sonrisa demoníaca y prodigiosa —la misma que exprimió con magníficos resultados en la película de Kubrick—, alargando el brazo y dejando que sus dedos toquen de manera saltarina en el hombro del mítico bailarín. Imagino el giro en la cabeza de Gene Kelly, sorprendido y aún sin saber quién lo llama de manera tan informal. E imagino el tránsito de su rostro desde la risa jovial y amistosa del desconocimiento hasta llegar al perturbador y áspero gesto de reconocer a Malcom McDowell.
                No hubo risas, ni abrazos ni buenas intenciones en ese efímero encuentro.
          Gene Kelly no se sentía cómodo con la presencia de ese joven que le había dado un sentido radicalmente diferente a la canción que él se había encargado de llevar a sus cotas máximas de popularidad con el musical de 1952. En tan sólo veinte años el mítico tema de Singin’ in the rain había pasado de representar la felicidad limpia y pura (eran los cincuenta, no lo olvidemos), armoniosa, capaz de amortiguar y diluir el chaparrón más copioso de la historia, a representar el lúcido despertar a la maldad de un individuo que no es mucho peor que la sociedad en la que vive, actuando así como espejo crítico, desesperanzado, oscuro y pesimista, y, aun así, tratado por Kubrick con una jovialidad, frescura y plasticidad que sin duda descolocó a la crítica y el público.
                Y a Kelly, no lo olvidemos.
               Por mi parte, no puedo imaginar La naranja mecánica sin la mítica Singin’ in the rain, con la voz suave de Gene Kelly cantando a la alegría (para Alex, el gozo de poder lanzarse de nuevo a cometer fechorías), funcionando como un perfecto mecanismo narrativo en la película de Kubrick, jugando al contraste excesivo pero brillante, lo que nos recuerda la importancia de que —como hemos visto en la secuencia donde se originó todo— la inspiración nos pille trabajando, y que eso haga que por fin encontremos el eslabón perdido capaz de activar de manera expresiva y artística lo que antes sólo nos parecía un oscuro y enfermizo borrón sin arreglo aparente… y que así podamos exclamar, altivos y orgullosos, igual que Alex DeLarge: “I was cured, all right!”

   
 ©José Luis Ordóñez (texto), septiembre 2011

lunes, 5 de septiembre de 2011

Jim Thompson

El genial escritor norteamericano colaboró con Stanley Kubrick en dos de sus mejores películas (aunque es difícil que esta afirmación no se resquebraje teniendo en cuenta la filmografía del megalómano director de la mítica 2001), en las que aún no se había hecho un nombre en la industria ni había adquirido el prestigio y poder casi ilimitado que en el futuro le permitiría una libertad absoluta en sus films. Sin embargo, en esas dos joyas donde ambos tuvieron ocasión de colaborar, se adivina o se intuye la mano de Thompson en los afilados y precisos diálogos, como en esa pieza maestra del cine negro que es Atraco perfecto (1956), de una modernidad en su ejecución y desarrollo que parece adelantarse a su tiempo, con un brillante Sterling Hayden, retrato perfecto del líder criminal, duro y áspero, exportado por Hollywood, abocado, cómo no, a ese final espectacular, inevitable y capaz de perdurar en las retinas. Pero si magnífica es esta aproximación al noir (que mantiene más de un punto de conexión con La jungla de asfalto, de John Huston), no lo es menos al género bélico con Senderos de gloria (1957), película que ha encontrado su acomodo con el paso de los años hasta convertirse en referencia de estudiosos y cineastas, ejemplo de antibelicismo, ofreciéndonos secuencias deslumbrantes que hoy día siguen ejerciendo su carácter hipnótico (cómo olvidar esos paseos de Kirk Douglas en las trincheras).
            Recuerdo ver ambas películas por primera vez en compañía de mi padre en el ya extinto cine Corona Center, oasis del cine clásico en versión original subtitulada, y con especial énfasis Senderos de gloria, porque supuso su estreno en España después de años de sufrir la censura y, a renglón seguido, una inexplicable atrofiada sensibilidad cinéfila que finalmente llegó a su fin con su esperado estreno en 1986. Me sorprendió entonces su fotografía en blanco y negro, sus diálogos, la estructura, la contenida y memorable interpretación de Kirk Douglas (productor del film, y, según él mismo afirmaba, verdadero responsable de que nos llegara el magnífico y duro desenlace, alejado de una primera versión más suave y apta para todos los públicos), y, por supuesto, los últimos minutos de metraje, conmovedores, inusuales, brillantes.
            Pero volvamos a Jim Thompson. No es un escritor que le dedique una atención especial al estilo. Ni falta que hace. Apunta a las tripas y te remueve por dentro. Te llega al alma. Supongo que eso hizo a Kubrick (al que se le suele acusar a menudo de ser demasiado frío en sus obras) contar con él en dos ocasiones. Imprescindibles dentro de su literatura: 1280 almas (novela fascinante desde sus primeras páginas) y El asesino dentro de mí (de la que tuvimos hace poco una magnífica adaptación por parte del inclasificable Michael Winterbottom).
            Alma y cerebro, cerebro y alma, fusionaron sus talentos para crear dos obras memorables que dignifican el séptimo arte y han quedado como monumentos inmortales, a menudo nombrados y citados en libros y documentales, y que sin duda funcionan como una descarga eléctrica, creativa y estimulante en nuestra concepción artística y un puñetazo despiadado a nuestro estómago, haciéndonos así reflexionar sobre lo que es el ser humano, lo que ha sido y lo que puede llegar a ser.















©José Luis Ordóñez (texto), septiembre 2011