lunes, 19 de septiembre de 2011

La escritura y el crimen


Hablemos. Tú y yo. Hablemos de cosas que nos interesan.
El acto de escribir mantiene siniestras conexiones con el acto de perpetrar un crimen; tomemos unos segundos para reflexionar, por ejemplo, sobre la preparación, una fase de indudable importancia que favorece la verosimilitud y la profundidad de un texto. Así, cuando uno va a construir una nueva obra y dispone de la historia —al menos de los rasgos generales que van a permitir no perderse en un amasijo de tramas desvencijadas—, empieza el proceso de documentación, donde explorará el insondable pozo de información que es Internet o buscará el acceso físico a lugares que piense después reproducir, captando así el aroma de la realidad que hará que el lector paladee sin moverse de su salón, disfrutando de escenarios y situaciones que lo harán estremecer —al menos, ésa será la intención.


Por otro lado (el lado obscuro), si uno decide asesinar a ese escritor con el que últimamente compite —ya sea en contratos editoriales, concursos o ferias de las vanidades—, se dedicará a conocer su rutina, a transformarse en su sombra perpetua y fiel, porque, llegado el momento de acometer el crimen, tendrá que disponer de la máxima información para salir indemne de tal atrocidad (esto es lo que uno aprende con el visionado y lectura de películas y libros que versen sobre el tema).
Una vez completada la documentación, pasaríamos a la fase más divertida: ésa en la que las responsabilidades no son excesivas, donde, sí, de acuerdo, seguimos una estructura previamente establecida —siempre es importante tener algo sólido antes de lanzarnos al océano, porque si no podemos acabar en una fosa abisal sin retorno—, pero al mismo tiempo nos damos un margen de libertad para que nuestra creatividad fluya, confiando en nuestra historia y confiando en nuestra musa. De esta manera, podríamos alcanzar un manuscrito de cincuenta o quinientas páginas, aunque no deberíamos olvidar la importancia de la brevedad, una característica que suele reforzar la solidez del conjunto.
Por otro lado (el lado obscuro), si uno decide aplicar esto al mundo criminal, tiene opción de hacer lo que ya hizo de manera brillante y magistral Patricia Highsmith en “Crímenes Imaginarios”: hacer todo lo que haría si fuese a cometer un crimen. En este caso, sigues a ese escritor con el que compites y que tú sientes que obstruye tus merecidas posibilidades de éxito, y ejecutas todos y cada uno de los pasos que harías si fueses a matarlo. Como se ve, pues, es un acto que fomenta el lado más perverso de nuestro perfil creativo, que juega a mantener el control sobre una situación potencialmente macabra; en cualquier caso, por favor, recordémoslo, en esta fase aún no debemos proceder al exterminio de ese magnificado y aguerrido rival que nos obsesiona.
Ya con nuestro manuscrito completado llega el terrible momento de enfrentarse a él por segunda vez; y digo terrible porque la finalización de la escritura de un texto suele ir acompañada de la irresistible aureola de haber completado una obra maestra, mientras que, en esa inevitable revisión que se produce al cabo de las semanas, la opinión sufre un giro drástico y radical de ciento ochenta grados que nos hace considerar seriamente la opción de arrojar esos cincuenta o quinientos folios a la papelera de reciclaje más cercana (ante todo, ecológicos). Bien, pues es durante esa revisión cuando comenzamos a ponernos serios. Aquí es donde empieza el trabajo, donde ajustamos el estilo, corregimos frases, buscamos adjetivos que expresen con más precisión lo que tenemos en un estado febril recorriendo nuestra mente. En definitiva, damos forma a ese texto que aún se encuentra en bruto, que necesita ser pulido, que en algunos tramos necesitará una apropiada reconstrucción; todo para que, en definitiva, consigamos una obra lo más redonda posible.
Por otro lado (el lado obscuro), tenemos que repetir nuestra rutina criminal (el seguimiento, simulación de ejecución y acciones posteriores al asesinato ficticio) hasta que veamos los puntos que no tienen consistencia, aquellas situaciones en las que el crimen finalmente no pudiera cometerse o, tal vez, no sólo no cometerse, sino que además pusiera en peligro nuestra seguridad.
Así, repitiéndose este paso una y otra vez, llegamos al momento final, ése en el que tenemos sobre la mesa un borrador presentable de nuestra obra. Es el momento de ver si hay alguien interesado. Si lo que hemos escrito tiene un valor más allá de nuestro criterio ya inevitablemente subjetivo.
Por otro lado (el lado obscuro), ya has trazado en tu mente el crimen perfecto. Has valorado y sopesado todas las posibilidades hasta llegar a la conclusión de que si sigues fielmente lo trazado y ensayado con anterioridad, tu macabra misión resultará en un éxito incontestable.
Finalmente, recibes una llamada. Alguien se interesa por tu obra. Haces las últimas correcciones.
Por otro lado…
Bueno, por otro lado quizá ya sepas que estoy hablando de ti.
Que tal vez te haya seguido en las últimas semanas, que haya mimetizado tus costumbres, tus gestos, tus reacciones. Que un día, cuando entres en tu casa, te esté esperando detrás de la puerta para golpearte con un candelabro, hacer desaparecer tu cuerpo y limpiar las huellas.
Porque tú sí que escribes bien, y nadie como tú puede contar esa historia que llevas dentro; en realidad sólo tienes que encontrar el formato para que salga al exterior (¿es un relato, un poema, una novela, un guión o una obra de teatro?), las herramientas adecuadas y el momento idóneo.
Ése es el único crimen que ahora vislumbro: que no estés escribiendo.
Por eso, hazme caso y cierra la puerta de tu despacho; siéntate dispuesto a escribir, apaga el móvil, apaga la televisión, la radio, el Spotify, cierra el correo electrónico y todas las redes sociales.
Sólo la palabra y tú.
Porque no hace falta nada más para que surja la vida.

© José Luis Ordóñez (texto), septiembre 2011

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