jueves, 5 de octubre de 2023

Sobre "Cerrar los ojos" y "Golpe de suerte" (con spoilers)

 (con spoilers)
La nueva película de Víctor Erice, el cuarto largometraje de su carrera (el tercero de ficción), es un viaje apasionante que lleva al espectador de la desaparición misteriosa de un actor en pleno rodaje a la inesperada posibilidad de que el director de aquella película, que dejó inacabada por su ausencia, tenga opción de conocer qué le sucedió veinte años después.
            Todo esto va a conducir a un desenlace que, podríamos decir, muestra la magia del cine; no solo en la propia trama, por lo que provoca en los personajes, sino porque, por ejemplo, nos lleva al que quizá sea el mejor último plano de la historia del cine español: emotivo, significativo y de una extraordinaria belleza plástica. El rostro de Gardel, ese Jose Coronado envejecido, con la mirada acuosa clavada en la pantalla, viéndose a sí mismo en la película inacabada donde buscó y trajo ante otro padre a su hija perdida, es desde ya un momento memorable de la narrativa audiovisual; y todo esto, recordemos, al tiempo que Gardel tiene a su propia hija sentada al lado, Ana Torrent, esperando que él reaccione, que la reconozca, que también la encuentre, que escape a su falta de memoria, que esa escena de la película perdida que está siendo proyectada en la sala de cine provoque el hechizo y le haga ver quién es, rescatándolo del pozo del olvido en que lleva sumido tanto tiempo. Entonces, Gardel parece tener un momento de lucidez, ese mismo al que se refiere en una escena previa el personaje de Manolo Solo, que admite que, a veces, por un instante, sospecha que él lo reconoce.
            Cerrar los ojos conservando la memoria... abrir los ojos perdiéndola. El cine como elemento que va más allá de la ficción. La sala de cine como el quirófano imprescindible para curar al espectador de tanto contenido (ah, contenido, esa palabra delatora ya de sus propias intenciones...). La estructura como esqueleto vital para mantener erguida una historia y que camine con pasos certeros. El homenaje que va más allá del propio homenaje y da sentido y profundidad al personaje principal. Que en ese refugio costero, con el perfil de la población granadina de Castell de Ferro, Manolo Solo se arranque con los acordes de My rifle, my pony and me, emulando nada más y nada menos que a Dean Martin en Río Bravo, de Howard Hawks, es no solo un punto de luz más en esta brillante película, sino el conjuro capaz de emocionar a todo el que se embarque en este viaje, el mejor que ha dado el cine español en décadas.
            Golpe de suerte, la nueva película de Woody Allen, la número 50 de su prolífica carrera, es tan luminosa en su fotografía como nihilista y oscura en su temática: la suerte, por mucho que queramos negarlo, tiene una función determinante en nuestras vidas. Esta es la tesis que se elige y aplica a una situación y personajes que para cualquier seguidor del director neoyorquino será familiar: el triángulo amoroso.
            Aquí hay gente con dinero, hay escritores, hay bares y lugares bellos por los que los personajes pasean, hay cierto humor malsano (esos trenecitos de juguete), hay muerte... y sobre todo, hay talento para contar una historia sin coartadas morales. Así, la belleza plástica que genera Vittorio Storaro, mítico director de fotografía, se une y genera contraste con el talento de Allen para escribir y componer escenas memorables. El arranque por ejemplo, rodado en un plano secuencia que ya nos muestra uno de los temas, la casualidad: esa mujer joven y casada que en un paseo cotidiano por las calles de París se encuentra con un antiguo compañero de instituto que, secretamente, siempre estuvo enamorado de ella. No es difícil imaginar qué va a suceder a continuación.
            Uno tiene la sensación de que, a estas alturas, Woody Allen se puede permitir una mirada distante con su propia historia: nos la embellece al máximo, como si fuera una comedia romántica, y es en esa textura luminosa y saturada, propia de un París idealizado fotográficamente, donde se dispone a ofrecernos una mirada turbia hacia este triángulo amoroso. Pero ni siquiera lo turbio va acompañado de lo siniestro, en forma de música inquietante u oscuridad: aquí el mal y el bien transitan de la mano bajo el mismo sol, la misma música y la misma normalidad. Y es por esa normalidad, por muy terrorífica que sea, donde transita el azar, caprichoso e inevitable, capaz de provocar bifurcaciones inesperadas, como esa primera escena a la que hacíamos referencia, y dando lugar a consecuencias macabras: el asesinato y desaparición del joven escritor y la posterior trama donde parece que la madre de la protagonista va a correr la misma suerte... hasta que el azar, de nuevo, irrumpe con sus largas y afiladas garras.
            Pase lo que pase, el mundo sigue girando, el sol sigue saliendo y la luz se perfila hermosa sobre París. Al final queda la pasión, sin duda, aunque sea por las máquinas y vagones de un tren de juguete como disfrute de un adulto millonario. Aquí Allen nos ofrece su versión de ese tren con la forma de una película que normaliza el crimen y el azar a través de la belleza, quizá nuestro último consuelo: puede que haya muerte, pero eso no nos arrebata la luminosidad del mundo... al menos mientras el director de fotografía sea Vittorio Storaro.
            Para el espectador que ama el cine es un auténtico golpe de suerte encontrarse con las películas de estos dos maestros en salas de cine, porque a su conclusión dan ganas de cerrar los ojos y recrear en la cabeza las historias que acabas de disfrutar, pensar y reflexionar sobre ellas, lo que cuentan y cómo lo cuentan, historias creadas por octogenarios que desafían el paso del tiempo y siguen haciendo lo mismo que hace medio siglo: dignificar el cine, hacer de él un arte y provocar emoción y reflexión en el espectador. 


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