Aprovechando que hoy se han anunciado las nominaciones a los premios Goya en su edición número treinta, escribo aquí sobre "Techo y comida", una de las películas españolas más potentes del año, nominada en las categorías de mejor dirección novel, mejor actriz y mejor canción original.
En
un momento determinado el personaje omnipresente al que da vida Natalia de Molina realiza la visita al
abogado de servicios sociales al que, como último recurso, acude para evitar
perder la casa en la que vive de alquiler. Rodada
en un exquisito plano secuencia, jamás separamos la visión del rostro de
ella. Escuchamos al abogado, sí, pero jamás lo vemos. No hay necesidad.
No queremos ni podemos despegarnos de ella, asimilando como, poco a
poco, van desapareciendo las esperanzas de conservar el hogar en el que vive
junto a su hijo. Y lo hacemos en tiempo real, sin que el artificio del montaje
cinematográfico se interponga entre el alma dañada de esa mujer que busca por
todos los medios la supervivencia en medio de la desalentadora soledad que la
rodea, y nosotros, espectadores y testigos de un drama contemporáneo que va más
allá de la pantalla y nos abofetea inmisericorde.
Esa es una de las escenas potentes que ofrece “Techo y comida”, película dirigida con
pulso firme por Juan Miguel del Castillo,
en una primera incursión cinematográfica de largo recorrido que, desde el mismo
arranque, con una dirección que imanta al espectador sobre las imágenes, nos
sumerge en una historia real de supervivencia, despojada casi en su totalidad
de música, con una banda sonora compuesta por los sonidos de la realidad. Así,
seguimos a Rocío, madre soltera y sin trabajo, en su desesperada búsqueda por
escapar al futuro negro que se cierne sobre ella y su hijo de ocho años, en una
trama sin elementos anestésicos, dura y sin concesiones, pero evitando al mismo
tiempo recrearse en los elementos dramáticos. Aquí las cosas terribles pasan,
sí, pero no van acompañadas de innecesarios añadidos lacrimógenos ni
envolventes bandas sonoras que realcen el sentido de la tragedia. Aquí todo
sucede como en la vida: sin añadidos edulcorantes, sin adornos vacuos. Y, sin
embargo, con un perfecto sentido
cinematográfico, un punto de vista fiel a la historia, unos silencios
expresivos capaces de provocar un nudo en el estómago.
Hablar de “Techo y comida” es hablar, claro, de
la excelente composición de Natalia de Molina (premio a la mejor actriz en el Festival de Málaga de Cine Español),
pero también del magnífico elenco de secundarios, tan convincentes y reales
que, cuando aparecen, uno no ve al actor, sino a una persona de carne y hueso,
al personaje real que vive en esta historia, cada uno con su propia tragedia y necesidad,
que va asfixiando poco a poco a nuestra protagonista. Ahí están, por ejemplo,
el niño Jaime López, un
descubrimiento, o las excelentes Mariana
Cordero, Mercedes Hoyos y Montse Torrent, en un cast realmente destacable al completo.
Una vez vista la película, disfrutada como pieza cinematográfica y coherente ejercicio de denuncia
social, con ese descriptivo y doloroso plano final que, sin embargo, podría
dar pie a una continuación que prolongara la historia, uno no puede sino
preguntarse cómo es posible que una obra de este calado haya surgido sin ayudas
de televisiones o instituciones, en un mérito indudable que hay que atribuir a
los productores que, creyendo en la historia, se han embarcado en esta aventura
y no sólo han salido airosos sino, hay que decirlo ya, triunfadores. Sin duda, una de las películas del año.
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