jueves, 10 de junio de 2021

Indiana Jones, adieu!


Esta expresión refinada, poseedora también de un cierto aire de resignación, la pronuncia Belloq, el villano francés interpretado por el actor británico Paul Freeman, en un momento de la ya legendaria "En busca del arca perdida" (Steven Spielberg, 1981). Esta resignación asoma por la imposibilidad de retener a su lado a Marion Ravenwood —un personaje que Karen Allen retomaría veintisiete años después en “Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal” (Steven Spielberg, 2008)—, la heroína, a la que, en una escena previa, él trata de agasajar y seducir con regalos y comodidades; pero, en cierto modo, podríamos pensar que esa decepción amarga es, curiosamente, también por la victoria final y definitiva sobre su gran rival, el famoso arqueólogo Indiana Jones. Toda una paradoja, y, sin embargo, con un cierto poso de honestidad: ahora, a los pies de ese suspiro de lamento que Belloq deja escapar, Marion, secretamente amada, e Indy, rival público y notorio, yacen atrapados en el fondo del Pozo de Ánimas, que se ha cerrado de manera hermética, rodeados de áspides muy venenosas, en una oscuridad que pronto será total, sin posibilidad, pues, de escapatoria y así condenados a una muerte segura.

            Pero, ¿qué es una película de aventuras si los héroes no están condenados a una muerte segura cada quince minutos?

            El 12 de junio 2021 se cumplen cuarenta años —cuarenta, sí— del estreno de una de las mejores películas de aventuras de todos los tiempos, iniciadora de una saga que ahora ya rueda en el Reino Unido su quinta y última entrega con el incombustible Harrison Ford, de nuevo en la piel del arqueólogo y profesor (part time, como él mismo se encarga de señalar en una de las secuelas), dispuesto a manejar el látigo con destreza —como hacía por ejemplo en "Indiana Jones y el templo maldito" (Steven Spielberg, 1984), donde le ayuda en la escena final a capturar a Willie Scott cuando ella amenaza con irse—, a morder el polvo, sangrar aquí y allá y revolverse hasta lograr su objetivo, un héroe que lleva cuatro décadas junto a nosotros, no solo en la tetralogía cinematográfica, sino también en cómics, videojuegos, novelas y series de televisión (en "Las aventuras del joven Indiana Jones" el propio Harrison Ford se atrevía a recuperar brevemente el personaje, en la única aparición del arqueólogo en la década de los 90). 

            Y es aquí donde cobran sentido las palabras de Belloq (Indiana Jones, adieu!) porque, no nos podemos engañar, ahora empezamos a despedir al héroe, el propio Ford, al universo inmortal que crearon George Lucas y Philip Kaufman, escribió Lawrence Kasdan, al que puso música memorable John Williams, fotografió Douglas Slocombe, y también Janusz Kaminski, y, por supuesto, dirigió con maestría Steven Spielberg. Y cobran sentido porque, si todo va según lo planeado (no podemos descartar algún nuevo retraso en el señalado estreno de esta quinta entrega que, a día de hoy, está previsto para el verano de 2022), esto es el comienzo del fin, el inicio del fundido a negro de un ciclo, una forma de hacer cine, una época, un personaje. De hecho, allá por 2008, el final de la cuarta entrega ya olía a despedida en su desenlace, con la boda entre Henry Jones Jr. y Marion Ravenwood, pero entonces... entonces llegó la secuencia del sombrero. ¿Recuerdan? Las puertas de la iglesia se abren con un violento golpe de viento, el sombrero Fedora que hay en la percha cae al suelo y a continuación Mutt Williams, el hijo de ambos (interpretado por el ahora caído en desgracia Shia LaBeouf), lo coge, observa con detenimiento, sorpresa e incluso admiración, inicia el movimiento para ponérselo, en una ejecución que tiene más de metáfora que de acción física, y... De habérselo puesto, habría sido la despedida en firme de Indiana Jones: una generación más joven se coloca el emblemático Fedora y, con bastante probabilidad, se embarca en nuevas aventuras. Pero, en un inesperado giro de los acontecimientos, la mano de Indiana Jones irrumpe en el plano, le arrebata el sombrero a Mutt, que se queda sin posibilidad de reaccionar, y se lo coloca sobre la misma cabeza que encontró el Arca, las piedras Shankara, el Santo Grial y la Calavera de Cristal, en un cierre fílmico que corta de cuajo cualquier posibilidad de relevo generacional: solo hay un Indiana Jones, es Harrison Ford, y nadie va a ocupar su puesto.

            Y quizá porque aquel final no era una despedida —como curiosamente sí lo era el de "Indiana Jones y la última cruzada" (Steven Spielberg, 1989), con la mítica imagen final de los héroes cabalgando hacia la puesta de sol y sus siluetas recortadas en el horizonte al modo clásico—, aquí estamos, trece años después del estreno de la cuarta entrega (y cuarenta de la película fundacional), hablando del rodaje de la quinta, con un Harrison Ford que ya tiene 78 años, un relevo que se produce en la dirección (Spielberg parece más interesado en otras historias de carácter más personal, aunque se mantiene como productor), con el director James Mangold tomando las riendas del cierre de la saga.



            Porque si hablamos de despedidas, del adiós de Indiana Jones, y si Spielberg tiene el corazón y la mente en otros proyectos (quizá porque su amigo Lucas también está fuera, aunque en este caso sea por la venta hace unos años de Lucasfilm a Disney), Mangold apunta como el director más adecuado. ¿Recuerdan "Logan" (recomendable la versión noir, en blanco y negro), el final del personaje de Lobezno? Magnífica. Igual que "Le Mans ‘66 (Ford vs Ferrari)", una de las mejores películas de 2019. A todo esto añadamos un reparto muy interesante con Phoebe Waller-Bridge, Mads Mikkelsen, Thomas Kretchsmann, Boyd Holbrook y Shaunette Renée Wilson... a la espera, quizá, de nuevas incorporaciones, ya sea para nuevos personajes o recuperar algunos de las antiguas películas. Quién sabe. Quizá haya ocasión para que algún viejo amigo regrese para la despedida final. Como el mismísimo John Williams, casi nonagenario, pero dispuesto, si la salud lo permite, para poner música a esta última aventura.

            Indiana Jones, adieu!, decía, pues, con un pequeño gesto de pesar Belloq, el mejor villano de la saga, despidiéndose así de Marion, su amor frustrado, y también del arqueólogo, su gran competidor y rival... justo igual que muchos despidieron la saga hace trece años, pensando, tal vez, que Harrison Ford ya estaba demasiado mayor (podríamos discutir muchas cosas sobre la cuarta entrega, pero si en algo están de acuerdo los detractores y los que la adoran es en esto: la carismática y magnética interpretación que, una vez más, hizo Ford del personaje) o que había transcurrido demasiado tiempo desde "Indiana Jones y la última cruzada" (diecinueve años, nada más y nada menos, frente a las tres primeras películas, realizadas en la década de los 80), pero lo cierto es que, como hemos visto, aquello fue un hasta luego y ahora sí nos enfrentamos a la verdadera despedida, a esa que presentía erróneamente Belloq sobre el Pozo de Ánimas, como descubriría poco después, cuando un resucitado Indy a caballo le arrebata el Arca que transportan en el camión, en una de las mejores escenas de toda la saga. Pero no nos entristezcamos demasiado ya que, por suerte para personajes y espectadores, toda despedida en el cine siempre es relativa.

            Porque siempre podremos regresar a Sudamérica, a ese año 1936, a la jungla, a los hovitos, a esa cueva a la que Satipo (el actor Alfred Molina, en su primera incursión cinematográfica) e Indy van a entrar a pesar de que nadie ha logrado salir vivo de ahí (una vez más, la condena a muerte se cierne sobre nuestro héroe, en este caso desde el mismo arranque de la película fundacional), a la primera aparición, poderosa, de Belloq, demostrando que todo lo que Indy puede conseguir él se lo puede arrebatar. "Raiders of the lost ark", los buscadores del arca perdida, en su traducción literal, siempre estará ahí, y todos lo que la vivimos en el cine allá en los 80 la recordaremos como un chute de magia, un universo capaz de estremecernos, de hacernos sentir vivos (y para siempre asociada a las historias personales de cada uno: con quién la vimos, en qué momento de nuestras vidas y qué sentimos entonces), tan vivos que salimos revitalizados de la sala oscura, con ganas de vivir sí, pero también con ganas de regresar a la sala de cine, ese espacio que ahora peligra por culpa de la pandemia y el coronavirus. Y hablaba de magia, sí, porque magia es lo que provoca el buen cine, el que te despoja de la realidad y te llevo a una aventura que, de otro modo, jamás vivirías: la emoción, el miedo, el romance, la aventura, el humor, los escenarios exóticos, los peligros imposibles... y todo, absolutamente todo, con la caligrafía que, en cada secuencia, despliega Spielberg, un maestro que rueda con el talento que otorgan los dioses del Séptimo Arte, a lo que añadimos la sublime e inspiradísima partitura musical de John Williams, que eleva el largometraje a lo más alto del género, hasta lograr que todo eso, en una sala de cine, te marque de por vida, te genere una emoción que fascina, y una pasión por el séptimo arte y las historias que es eterna. Los cines son templos de cultura, como los teatros, bibliotecas o librerías, lugares a los que uno, como si fuera Indiana Jones, va a la búsqueda de historias, esos objetos perdidos que ansían ser encontrados.

            Hay quien dice que la inteligencia es lo único que nos distingue de los animales, pero creo que es más bien la capacidad para contar y disfrutar historias lo que realmente nos diferencia; y nos hace, también, más afortunados: hace que, por ejemplo, podamos trabajar en una prestigiosa universidad, reencontrarnos con un antiguo amor, Marion Ravenwood, también con un viejo amigo, Sallah, y aceptar, antes de que todo eso tenga lugar, un encargo peligrosísimo: encontrar el Arca de la Alianza, tras la que van los nazis, que, además, se han hecho con los servicios de tu rival más peligroso, ese que se despide de ti, que te condena a una muerte segura... pero, en realidad, la única condena que hay es dejar escapar la magia de estos momentos y no encontrar la emoción que anida en las grandes obras de ficción, y, por eso, reencontrar a Belloq una y otra vez no es una condena (aunque mantenga su empeño en despedirse de ti... con ese aire de resignación elegante) sino una bendición, porque con él uno hace lo mismo que con las grandes obras maestras. 

            Jamás despedirse de ellas.            

            Felices 40, Raiders.   




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