Esta historia comenzó
hace casi dos años con la llamada telefónica de un amigo, buen conocedor de mi
nada disimulado gusto por las historias criminales, que me señaló la presencia
de Donna Leon en un seminario sobre novela negra organizado por la UIMP. Tengo
que reconocer que, hasta entonces, no había leído nada de la gran dama del crimen, aunque por supuesto me sonaba su nombre de
ver en librerías cómo la saga del comisario Brunetti (un nuevo caso anual es
publicado con constancia y disciplina inglesa… aunque provenga de una americana
nacida en New Jersey y residente en Venecia) ocupaba una parte importante en la
sección dedicada a la novela de detectives. El caso es que, como aficionado al
género, decidí asistir y comprobar de voz de la propia autora sus
recomendaciones, gustos literarios y experiencia vital a lo largo de una
trayectoria en el mundo literario que entonces ya se acercaba a los veinte años
de éxito en el mercado.
Creo recordar que el primer día transcurrió con
normalidad: ella habló de cómo surgió su primera novela (Muerte en La Fenice, galardonada en Japón con el prestigioso Premio Suntory a la mejor novela de
intriga), la rutina que seguía a la hora de escribir, sus gustos literarios y,
finalmente, respondió a las preguntas que le hicimos los allí presentes. La
mañana del segundo día subía yo tranquilamente las escaleras que me conducían a
la sala del seminario, cuando vi que justo al final de mi trayecto estaba Donna
Leon, mirándome con esos ojos afilados y curiosos de persona inteligente. La
saludé de manera breve y amable y, antes de que pudiera decir nada más, me
interrumpió para preguntarme si era escritor y hacía cine. Y ahí estaba yo,
mirando con cara de póker a la buena mujer, fácilmente distinguible por ese
pelo corto gris que le caía sobre sus hombros, los rasgos faciales marcados y
esas gafas que remataban su apariencia de persona decidida. ¿Acaso ella había
leído algo de lo que había publicado? ¿Tal vez había visto alguno de mis
cortometrajes? Tras un momento de incertidumbre por no saber si hablaba en
serio (¡¿una escritora norteamericana de éxito sabía quién era yo?!) o estaba
bromeando (sin duda, la opción más factible), me comentó que, mientras
desayunaba en un bar cercano, había leído un entrevista que me habían hecho en
el periódico. Entonces, haciendo memoria, caí en la cuenta de que,
efectivamente, días atrás me habían llamado de un medio con motivo de la
publicación de “Manhattan por el retrovisor” y el inminente estreno teatral de
“Perversidad en la 237”.
Y,
cuando menos anecdótico, había tenido que llegar Donna Leon para confirmarme
que el artículo, con una fotografía que le había permitido reconocerme, ya
había salido a la luz.
Tras la sesión de mañana, donde recuerdo
hacerle preguntas y entrar más en conversación que el día anterior, fuimos a
mediodía a Las Columnas, típico bar
sevillano al que llevamos a Donna Leon varios compañeros y yo, y donde ya
comenzamos a hablar (siempre en inglés, claro) de autores que nos fascinaban de
novela negra. Recuerdo nombrar a varios, y terminar finalmente desgranando y
alabando algunas de las novelas de Jim Thompson, alguien a quien admiro como
escritor (maravillosas y espeluznantes 1280
almas y El asesino dentro de mí,
entre otras). Entonces Donna me preguntó si había leído a Ross MacDonald, a lo
que tuve que confesar que no, que, aunque conocía su obra, todavía no había
tenido ocasión de leer ninguna de sus novelas. Ella me dijo que era magnífico.
Que no perdiera la oportunidad de hacerlo.
Terminamos de compartir unas cervezas y nos
despedimos hasta la sesión de tarde. Un par de horas después mi sorpresa fue
mayúscula cuando, al llegar de nuevo al seminario, Donna se me acercó con un
libro en la mano, me lo extendió y me dijo que era para mí.
Se trataba de una edición española de “El
martillo azul” de Ross MacDonald.
Aprovechando
el pequeño descanso que habíamos tenido hasta el comienzo de la sesión de tarde,
Donna se había acercado a una librería cercana y me había comprado el libro.
Sorprendido por el detalle, se lo agradecí y prometí leerlo lo antes posible.
El seminario concluyó, me hice con un ejemplar
de la primera novela de Donna Leon, Muerte
en La Fenice, bautismo del comisario Brunetti, que me firmó y asintió con
aprobación al verlo (como diciendo “ésta sí es una de las buenas”) y varios
compañeros del curso volvimos a quedar con ella. De nuevo, hablamos de libros,
de música (es una gran seguidora de conciertos de música clásica), de cine (un
amigo suyo había producido La Brújula Dorada,
esa película donde aparecían Daniel Craig y Nicole Kidman) y del título de su
entonces última novela: Cuestión de fe.
Curiosamente, por aquel entonces yo andaba concluyendo una obra de teatro con
el mismo nombre (y trama, imagino, absolutamente diferente), con la que un año
después quedaría finalista del VI Premio
“El espectáculo teatral”. Bromeamos sobre la extraña coincidencia de los
títulos, le regalé una copia de mi cortometraje De vuelta a casa (convenientemente subtitulado al inglés) y nos
despedimos amablemente.
Habían
sido unos días agradables con una escritora norteamericana afincada en Venecia
que produce una novela al año, traducida a numerosos idiomas (salvo al italiano,
curiosamente), y que se jacta de una suerte literaria que nunca imaginó
tendría.
Leí al poco tiempo su primera novela y me
pareció un divertimento de principio a fin, una clásica historia policíaca, con
crimen y gran detective envuelto en conspiraciones, con el ambiente del mundo
de la música clásica (del que ella es buena conocedora y posee buenos amigos)
rodeando la trama.
Sin embargo, la novela de MacDonald quedó en mi
estantería de lecturas pendientes hasta que hace unos meses me decidí a
comprobar si era tan buena como ella me había recomendado.
Sólo puedo decir que se quedó corta.
Hay
que decir que pocas cosas reconfortan tanto como encontrar un libro de un autor
no leído con anterioridad y caer fascinado al encanto de una trama laberíntica
y detectivesca, que nos hace movernos a la sombra de Lew Archer, el detective
privado de lengua rápida y gusto obsesivo por la verdad, presenciado sus
avances, sus confusiones, sus enamoramientos, sus pistas y sus descubrimientos
(siempre implicándonos con ese narrador en primera persona). Hay una frescura
en el texto, en sus chispeantes diálogos, en ocasiones cargados de demoledoras
reflexiones sobre la condición humana, que hacen que El martillo azul haya provocado esas sensaciones que te recuerdan
por qué leer es una actividad de lo más recomendable.
Así
pues, casi dos años después concluye esta historia con el descubrimiento por mi
parte de un autor eléctrico, una apisonadora de acciones, personajes y tramas.
Como elemento adicional, decir que la edición de RBA cuenta con un prólogo de
Fernando Marías, donde habla con pasión de su descubrimiento de MacDonald en
los años setenta, siendo todavía un adolescente.
Afortunado
él. Yo he tenido que esperar mucho más. De hecho, he tenido que esperar a que Donna
Leon me lo recomendara, a que me regalara el libro y a que pasaran casi dos
años. Pero como dicen por ahí, mejor tarde que nunca.
Y,
por cierto, si alguien aún no ha devorado el “El martillo azul”, ¿a qué demonios
está esperando?
©José Luis Ordóñez
(texto), agosto 2012
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