viernes, 3 de agosto de 2012

De Donna Leon a Ross MacDonald


Esta historia comenzó hace casi dos años con la llamada telefónica de un amigo, buen conocedor de mi nada disimulado gusto por las historias criminales, que me señaló la presencia de Donna Leon en un seminario sobre novela negra organizado por la UIMP. Tengo que reconocer que, hasta entonces, no había leído nada de la gran dama del crimen, aunque por supuesto me sonaba su nombre de ver en librerías cómo la saga del comisario Brunetti (un nuevo caso anual es publicado con constancia y disciplina inglesa… aunque provenga de una americana nacida en New Jersey y residente en Venecia) ocupaba una parte importante en la sección dedicada a la novela de detectives. El caso es que, como aficionado al género, decidí asistir y comprobar de voz de la propia autora sus recomendaciones, gustos literarios y experiencia vital a lo largo de una trayectoria en el mundo literario que entonces ya se acercaba a los veinte años de éxito en el mercado.


         Creo recordar que el primer día transcurrió con normalidad: ella habló de cómo surgió su primera novela (Muerte en La Fenice, galardonada en Japón con el prestigioso Premio Suntory a la mejor novela de intriga), la rutina que seguía a la hora de escribir, sus gustos literarios y, finalmente, respondió a las preguntas que le hicimos los allí presentes. La mañana del segundo día subía yo tranquilamente las escaleras que me conducían a la sala del seminario, cuando vi que justo al final de mi trayecto estaba Donna Leon, mirándome con esos ojos afilados y curiosos de persona inteligente. La saludé de manera breve y amable y, antes de que pudiera decir nada más, me interrumpió para preguntarme si era escritor y hacía cine. Y ahí estaba yo, mirando con cara de póker a la buena mujer, fácilmente distinguible por ese pelo corto gris que le caía sobre sus hombros, los rasgos faciales marcados y esas gafas que remataban su apariencia de persona decidida. ¿Acaso ella había leído algo de lo que había publicado? ¿Tal vez había visto alguno de mis cortometrajes? Tras un momento de incertidumbre por no saber si hablaba en serio (¡¿una escritora norteamericana de éxito sabía quién era yo?!) o estaba bromeando (sin duda, la opción más factible), me comentó que, mientras desayunaba en un bar cercano, había leído un entrevista que me habían hecho en el periódico. Entonces, haciendo memoria, caí en la cuenta de que, efectivamente, días atrás me habían llamado de un medio con motivo de la publicación de “Manhattan por el retrovisor” y el inminente estreno teatral de “Perversidad en la 237”.
Y, cuando menos anecdótico, había tenido que llegar Donna Leon para confirmarme que el artículo, con una fotografía que le había permitido reconocerme, ya había salido a la luz.
     Tras la sesión de mañana, donde recuerdo hacerle preguntas y entrar más en conversación que el día anterior, fuimos a mediodía a Las Columnas, típico bar sevillano al que llevamos a Donna Leon varios compañeros y yo, y donde ya comenzamos a hablar (siempre en inglés, claro) de autores que nos fascinaban de novela negra. Recuerdo nombrar a varios, y terminar finalmente desgranando y alabando algunas de las novelas de Jim Thompson, alguien a quien admiro como escritor (maravillosas y espeluznantes 1280 almas y El asesino dentro de mí, entre otras). Entonces Donna me preguntó si había leído a Ross MacDonald, a lo que tuve que confesar que no, que, aunque conocía su obra, todavía no había tenido ocasión de leer ninguna de sus novelas. Ella me dijo que era magnífico. Que no perdiera la oportunidad de hacerlo.


        Terminamos de compartir unas cervezas y nos despedimos hasta la sesión de tarde. Un par de horas después mi sorpresa fue mayúscula cuando, al llegar de nuevo al seminario, Donna se me acercó con un libro en la mano, me lo extendió y me dijo que era para mí.
            Se trataba de una edición española de “El martillo azul” de Ross MacDonald.
Aprovechando el pequeño descanso que habíamos tenido hasta el comienzo de la sesión de tarde, Donna se había acercado a una librería cercana y me había comprado el libro. Sorprendido por el detalle, se lo agradecí y prometí leerlo lo antes posible.
          El seminario concluyó, me hice con un ejemplar de la primera novela de Donna Leon, Muerte en La Fenice, bautismo del comisario Brunetti, que me firmó y asintió con aprobación al verlo (como diciendo “ésta sí es una de las buenas”) y varios compañeros del curso volvimos a quedar con ella. De nuevo, hablamos de libros, de música (es una gran seguidora de conciertos de música clásica), de cine (un amigo suyo había producido La Brújula Dorada, esa película donde aparecían Daniel Craig y Nicole Kidman) y del título de su entonces última novela: Cuestión de fe. Curiosamente, por aquel entonces yo andaba concluyendo una obra de teatro con el mismo nombre (y trama, imagino, absolutamente diferente), con la que un año después quedaría finalista del VI Premio “El espectáculo teatral”. Bromeamos sobre la extraña coincidencia de los títulos, le regalé una copia de mi cortometraje De vuelta a casa (convenientemente subtitulado al inglés) y nos despedimos amablemente.
Habían sido unos días agradables con una escritora norteamericana afincada en Venecia que produce una novela al año, traducida a numerosos idiomas (salvo al italiano, curiosamente), y que se jacta de una suerte literaria que nunca imaginó tendría.


         Leí al poco tiempo su primera novela y me pareció un divertimento de principio a fin, una clásica historia policíaca, con crimen y gran detective envuelto en conspiraciones, con el ambiente del mundo de la música clásica (del que ella es buena conocedora y posee buenos amigos) rodeando la trama.
         Sin embargo, la novela de MacDonald quedó en mi estantería de lecturas pendientes hasta que hace unos meses me decidí a comprobar si era tan buena como ella me había recomendado.
            Sólo puedo decir que se quedó corta.
Hay que decir que pocas cosas reconfortan tanto como encontrar un libro de un autor no leído con anterioridad y caer fascinado al encanto de una trama laberíntica y detectivesca, que nos hace movernos a la sombra de Lew Archer, el detective privado de lengua rápida y gusto obsesivo por la verdad, presenciado sus avances, sus confusiones, sus enamoramientos, sus pistas y sus descubrimientos (siempre implicándonos con ese narrador en primera persona). Hay una frescura en el texto, en sus chispeantes diálogos, en ocasiones cargados de demoledoras reflexiones sobre la condición humana, que hacen que El martillo azul haya provocado esas sensaciones que te recuerdan por qué leer es una actividad de lo más recomendable.


Así pues, casi dos años después concluye esta historia con el descubrimiento por mi parte de un autor eléctrico, una apisonadora de acciones, personajes y tramas. Como elemento adicional, decir que la edición de RBA cuenta con un prólogo de Fernando Marías, donde habla con pasión de su descubrimiento de MacDonald en los años setenta, siendo todavía un adolescente.
Afortunado él. Yo he tenido que esperar mucho más. De hecho, he tenido que esperar a que Donna Leon me lo recomendara, a que me regalara el libro y a que pasaran casi dos años. Pero como dicen por ahí, mejor tarde que nunca.
Y, por cierto, si alguien aún no ha devorado el “El martillo azul”, ¿a qué demonios está esperando?


©José Luis Ordóñez (texto), agosto 2012

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